I.
. Indeterminidad del fenómeno estético – Indefinida determinabilidad por el análisis.
. Reflexión natural – Reflexión metafísica – Reflexión estética
. Paradoja del sentido del fenómeno trágico: fenomenalidad del fenómeno.
II.
. La Plástica de la tragedia – Reflexión natural y música dionisíaca.
. La simbólica de gestos.
. Transpasibilidad de sentidos y fenómeno de lenguaje.
. Ajuste metafísico del mito – Desajuste (port-à-faux) estético en las tragedias.
. Reflexión estética en la apariencia de inapariencia.
. Estructura musical del mito – La implosión de la institución simbólica.
. El coro como imparcialidad de caracteres.
. La hipnosis teatral – La “contra–hipnosis”.
III.
. La constitución de la intencionalidad fantástica como apresentación neutralizada (en sus tres unidades) y su “neutralización” por el poeta trágico.
. El efecto sin efecto de las tragedias.
. La no–donación del fenómeno estético.
Las tragedias griegas como fenómeno estético, ¿por qué? Porque se trata de la indeterminidad del fenómeno trágico que conduce a la idea de su indefinida determinabilidad por el análisis mismo. Con lo cual no podemos hablar, como en la Poética de Aristóteles[1], de una esfera de la mímesis artística autosuficiente, dando así, el fundador del Liceo, la consiguiente autonomía, previa configuración sintáctica, a la recepción estética, y convirtiendo a la tragedia en un utensilio, donde materia y forma habitan, como determinaciones del ser, en la esencia del utensilio. Entre gozar de la naturaleza propia, reflexión natural, y abstraerse de ella, reflexión metafísica, las tragedias se convierten en fenómeno estético y abren la reflexión estética sin concepto que, ha dejado de ser reflejo y espejo, y donde todavía es posible una potencia transfiguradora. Es entonces cuando una especie de identificación parpadeante se lanza al arte como poder anonimizante de afectividad.
Esto permite una elucidación en corto–circuito con efectos pro- y retro- activos sobre la elucidación misma de la “lógica trágica”. Entonces se produce la paradoja del fenómeno trágico: por un lado hay siempre más en el fenómeno estético que en su sentido que se satisface: exceso en la vivencia; y por otro lado parece como si fuera ese exceso el que permitiera distinguir el fenómeno en su disonancia; no pudiendo atenernos a la no–donación anticipadamente del fenómeno, estamos obligados a transgredirlo. Es lo que Marc Richir[2] llama la fenomenalidad del fenómeno: aquello que nos permite acceder a él se desvanece. Se trata de un fenómeno originario, de lenguaje, no de lengua, ni del fenómeno del que hablan Kant o el positivismo, sino de un segundo grado. Pero: ¿podremos aprehender el lenguaje aplazando la “plástica”, la musicalidad de la obra en todo lenguaje? ¿Podremos reducir el lenguaje a un logos, considerado poder desplegarse sin plástica?
El aparecer del fenómeno trágico es apariencia, lo visible, la imagen como reflejo de la música o música descargada en imágenes, decía Nietzsche[3]; la fuerza que liberó a Prometeo de su buitre y que transformó el mito en vehículo de la sabiduría dionisíaca fue la fuerza de la música.
Eso da lugar a la Idea del mundo como reflexión natural, de primer grado, según un principio de imitación de la música que incita la capacidad lingüística entera, no de memoria, pues en la memoria no hay sonido. Digamos que se trata de una pasión de pensar inmemorial. Mientras la música incrementaba el efecto de la poesía, el coro aclaraba la música; esto nos lleva al papel de Dioniso en las tragedias: interpreta enigmas y horrores y expresa en “música trágica” el pensamiento más íntimo de la naturaleza: la voluntad hila en y por encima de las apariencias. El ritmo consiste en una arquitectura de sonidos con gran fuerza figurativa en los sonidos insinuados de la cítara; pero en esencia la música es dionisíaca que, aparta cabalmente y cuidadosamente el poder estremecedor del sonido, en la sonoridad pura del grito ante más de 15000 espectadores, y el mundo incomparable de la armonía; rigurosa tonalidad donde no hay necesidad de armonía acabada. En la melodía, la voluntad se revela con total inmediatez, sin ir antes a las apariencias; cualquier individuo sirve de símbolo: caso individual de una regla general; el artista dionisíaco trágico manda, así, sobre el caos de la voluntad no devenida aún figura; de ese caos saca un mundo nuevo y el antiguo, conocido como apariencia. Se da un paso más allá de la bella apariencia y se viene más acá de la verdad; debe haber cierta indiferencia por la apariencia, renunciar a sus pretensiones eternas; ya no es apariencia pura, pues si no, lo propio serían decorados naturales, sino símbolo, signo de la verdad; la máscara representa ese desdén por la apariencia; el espectador ve más allá del símbolo, en un estado musical donde todo se le presenta mágicamente transformado.
En la Idea del mundo como reflexión natural a que da lugar esa música, no le pertenece a ésta en sí misma, sino en tanto su unión con la poesía. En sí, ninguna música es significativa, ni profunda; no habla de “voluntad”, de “cosa en sí”; el pensamiento mismo fue el que introdujo esta significación a los sonidos, igual que puso en las relaciones de líneas y de masa en arquitectura una significación que, de suyo es extraña a las leyes mecánicas. Pero más antiguo que el lenguaje son los gestos que, ya Aristóteles los menciona en la Poética[4]; el gesto imitado llevaba a quien lo imitaba al sentimiento que expresaba con el rostro o el cuerpo del imitado. Así nació la simbólica de gestos. En una época antigua podía entenderse la tragedia con un lenguaje de sonidos, a condición de que se produjese primero el sonido y el gesto (al cual se añadía como símbolo); al principio la música, sin danza ni mímica (lenguaje gestual), que la explica, es un ruido vano; cuando música y movimiento se asociaron, surge la interpretación de las figuras de los sonidos y, la costumbre elevó la comprensión; entonces ya no hay necesidad de movimiento visible: comprende sin él al compositor.
La música se convierte en el lugar mismo de una transpasibilidad de sentidos, lugar privilegiado de la encarnación del sentido en lenguaje; en la música trágica hay complementariedad por quiasmo: cuando el compositor se ha encontrado confrontado a una sobreabundancia de sentido y atracciones de sentido que ha temporalizado/espacializado en su composición como fenómeno de lenguaje, por el filtro de la institución musical el oyente se encuentra confrontado a una sobreabundancia de sonidos transpasibles, a través de la cual se temporaliza/espacializa, a medida, al menos una parte de la sobreabundancia de los sentidos en la fase musical, y eso, según una complejidad de velocidades y lentitudes que desafía el análisis.
Con eso llegamos a la vigencia universal de la música en el oyente estético. La tragedia pone entre ambos el mito como escudo, símbolo de hechos universalísimos, música del sentido, precisamente para proteger de la música; esta da vida al mundo plástico del mito; resultado que es una apariencia apolínea, un noble engaño necesario: significatividad metafísica del mito, o como dice Arthur Danto[5] ajustamiento metafísico, un mundo intermedio visible intercalado provisional que aporta un exceso en las tragedias él mismo insituable, inexpresable, por la no coincidencia de sus manifestaciones, donde algo de su desajuste, por-à-faux, se vuelve a poner en juego en el filtro de las tragedias. Se recupera así la apariencia
como apariencia de inapariencia, una apariencia cuya característica es ser inaparente, “invisible”, que sólo se entreapercibe, sin la que no habría ese desajuste.
Se trata de una estructura musical del mito con los lugares de interrogación mítica o “puntos de acumulación” donde los códigos simbólicos se sobredeterminan; puntos a priori indeterminantes, donde siempre a propósito de algo, aunque ya codificado, que forma cuestión, llegan a resonar hasta con los de las grandes cuestiones, abriéndose uno o varios horizontes de sentido, donde el sentido vacila. Tal “acumulación” produce una implosión de la institución simbólica en juego que la pone fuera de circuito e invita a repararla recomponiéndola en la representación de las tragedias griegas. Rodeos, pruebas, ensayos y disfraces eran necesarios para los problemas planteados, pasándolo todo por la criba para separar lo accidental, objeto y problema de la Física de Aristóteles.
La plástica obligaba al espectador a una composición artística; compacidad plástica que emerge lo hundido de su propia desintegración; palabra captada plásticamente, pues el artista, en cuanto que es el que nos obliga al arte mediante medios artísticos, no puede ser a la vez el órgano que absorba la actividad artística. La voluntad se “contempla” con la plástica como obra de arte.
¿Qué papel atribuir al coro? Como ya se ha dicho, el coro aclaraba la musicalidad de la tragedia; por ejemplo en Antígona, mediante una contraposición entre sí en igualdad; dos términos se contraponen: el antiteo, como contra dios, y por otro lado el piadoso temor ante el destino, según Hölderlin[6]; esto se puede ilustrar en dos versos: 823 y 950; el primero dice: He oído que se volvió semejante al desierto; sin duda el más alto rasgo de Antígona; al punto de la más alta conciencia rehuye la conciencia y, antes de que el dios presente se apodere efectivamente del alma, ella le hace frente con una palabra audaz y así mantiene la sagrada posibilidad viviente del espíritu. En la alta conciencia ella se compara con objetos sin conciencia, pero que adoptan en su destino la forma de la conciencia; un objeto así es un país hecho desierto que, en originaria fecundidad refuerza excesivamente los efectos de la luz del sol y se vuelve árido. Y el verso 950 dice: Ella contaba para el padre del tiempo los golpes de la hora, los del oro. Más determinadamente o más indeterminadamente, tiene Zeus que ser dicho; el devenir como oro fluyente significa los rayos de la luz, que también pertenecen a Zeus, en la medida en que el tiempo, mediante esos rayos, es más calculable; pero lo es siempre cuando el tiempo es contado en el padecer, porque entonces el ánimo sigue más bien al cambio del tiempo, sintiendo a una con él, y así comprende el simple curso de las horas. Ese permanecer ante el tiempo en marcha es la conciencia, y mediante ella se motiva la continuación del coro, como la más pura universalidad donde todo es asido. Esta continuación contiene, como contraste frente a lo excesivamente íntimo, la más alta imparcialidad de los caracteres contrapuestos.
La escena de la historia sólo se desarrolla en simulacro, como si fuéramos de nuevo los testigos originales; la puesta en escena de las tragedias deviene lugar de reflexión propia, y así, ya estética, a través del juego complejo de actores, el coro, el corifeo y los espectadores. Por lo tanto, la reflexión natural, posibilitada por el principio de imitación de la música, según Nietzsche, o la mímesis en el teatro, según Platón y Aristóteles, es la mímesis, en simulacro o en hipnosis, de una hipnosis trascendental o de segundo grado. En la medida en que la tragedia es reelaboración simbólica del campo mítico–mitológico[7], la hipnosis trascendental o de segundo grado en que se efectúa la apercepción de los héroes y de los dioses, y del mito como abreviatura de la apariencia, está cargada del despertar del espectador, en el efecto catártico, de la hipnosis de primer grado. El teatro trágico, mediante la hipnosis teatral, catarsis de Aristóteles, supone una hipnosis de la hipnosis; deformación coherente de la hipnosis trascendental, que vacía progresivamente, no sólo de autor en autor, sino de obra en obra, incluso en la misma obra, a la hipnosis trascendental de su sentido. El Prometeo de Esquilo sería la hipnosis trascendental en su pleno efecto (puesto que ahí no hay personaje humano); en el Edipo Rey de Sófocles se puede ver la interrogación trágica del sentido de esta hipnosis con relación a la cuestión de la condición humana como existencia filosófica trágica; y en las Bacantes de Eurípides se aniquilaría la hipnosis dejando una última cuestión: ¿los dioses, en sus resentimientos, deben imitar a los hombres?, según el verso 1348.
Lo trágico no se reduce, ni siquiera en Eurípides, a una “lección” de moral; y es eso mismo, lo cual hace la eficacia simbólica de la tragedia, la “contra–hipnosis” de la “magia” del teatro, la cual el transhistórica; no es necesario creer en los dioses griegos para quedar atrapado por la inaudita profundidad de la interrogación y de la puesta en escena trágicas.
¿Qué es lo que hace el poeta trágico? Precisamente algo que el Husserl de la Fenomenología de la conciencia del tiempo inmanente[8] dejaba sin resolver y a modo de problemática en el último párrafo del libro, cuando nos dice que la fantasía se constituye gracias a una intencionalidad fantástica cuya característica es una apresentación neutralizada . El poeta trágico dionisíaco neutraliza la intencionalidad de la fantasía, la exacta fantasía, decía Leonardo da Vinci, que constituye objetividad ciega, y lo hace, el poeta, sin llegar a una modificación apresentativa de ella; es neutralización de neutralización que evita el error científico de la modificación apresentativa, puesto que cuando la fantasía del poeta es la modificación apresentativa de una aparición, se constituye además la unidad de algo fantaseado trascendente, la unidad de un objeto espacio–temporal fantaseado o la unidad de una situación objetal fantaseada.
La sensación actual y los problemas de aquella sociedad actual quedaban encerrados en las formas más sencillas, despojados de sus cualidades sobreexcitantes, dejados sin efecto en cualquier otro sentido que el sentido artístico, transpasible en su sencillez y concrección. El arte plástico trágico y la música de la obra miden la riqueza de la afectividad realmente conquistada. La contradicción interna que esto debía producir en el espectador no se puede dejar aquí de lado; por una parte colmado de una hybris en retorno a la barbarie que quiere desintegrar el objetivo para encontrar su propia salida y, por otra, hundido y humillado por el símbolo significativo. Si hay algún resultado en la transfiguración del poeta trágico es que un irreductible placer invade al oyente estético, pues a la vez que héroe se ha convertido en un servidor que ya no pide nada más que seguir ese juego de luces y sombras por donde se le abre, como en catarsis, su propio camino, en un momento estético a través de una apropiación espacializada en su propia actualización en un tiempo de ritmo, en su inocencia, devenir, determinación, indagación.
Se trataría de ver dónde encontramos y dónde nos reencontramos, en lo mítico–mitológico, la dimensión “viva”, es decir, fenomenológica, de su sentido buscándose a través de y al hilo de los relatos; temporalización de un sentido a la búsqueda de sí mismo, como Edipo, pero donde el entendimiento del hombre no camine bajo y hacia lo impensable, es decir, sin conjeturar lo nuevo por lo antiguo, como le reprocha Yocasta en los versos 914-916.
No hay aparecer sin fenómeno, sin apariencia; se trata de un aparecer, el de las tragedias griegas, infinito en su autoaparecer, fenómeno estético infinito. Para el espectador sería una sobre–presa de sí mismo y de su vida bajo los horizontes de su finitud: poder anonimizante de su afectividad, haciendo de la vivencia algo inasequible, con una incoatividad caótica e informe en ella que posee un horizonte de sentido por hacer.
Aquella musicalidad sería el arte de representar un contenido apolíneo, figurativo; un estado de ánimo musical, lírica, al que sigue la idea, una imagen, epopeya. Repartida entre ambos mundos los poetas trágicos crean una esfera nueva estética, en la capacidad individual de invención del poeta y en una inapariencialidad no como eidos del ser supuesto invisible, sino una inapariencia que mantiene el pensamiento en el fenómeno, no en su imagen, o pura apariencia. ¿Por qué entonces se hace necesaria la apariencia de inapariencia? Porque nos enfrentamos a una no-donación del fenómeno estético que, provoca un desajuste (fractura en el enunciado: apariencia de apariencia), que nos hace salir de la identidad sintética, y que hace que en las vivencias de pensamiento haya una pertenencia indeterminada de sus fenómenos. A ese desajuste accede el arte trágico y la epojé hiperbólica que el poeta mantiene sólo es neutralizable a costa de una conversión indebida de la fenomenalidad del fenómeno estético en el estatuto de apariencia: exceso ontológico, pues se trata entonces cada vez de sentido de ser de la circularidad simbólica, de la tautología simbólica del pensar y del ser, implosionando de nuevo en la identidad sintética de la que nos libra aquel desajuste.
[1] Poética, 1454-b 15, 1450-a 5 y 1450-a 33.
[2] Marc Richir, Meditations phenomenologiques, &1 de la 1ª meditación, ed. J. Millon 1992.
[3] Friedrich Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, cap. 6 p.60 . Escritos preparatorios: La visión dionisíaca del mundo. Ed. Alianza 1995.
[4] Poética, cap. 26.
[5] Arthur Danto: La transfiguration du banal, ed. Seuil 1989, p.44.
[6] Friedrich Hölderlin: Ensayos, ed. Hiperión 1997, págs. 160-162.
[7] Marc Richir: La naissance des dieux, ed. Hachette 1998, cap.: La tragèdie et l’origine des “passions”.
[8] Edmund husserl: Fenomenología de la conciencia del tiempo inmanente, ed. Nova 1959.
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