Dificultad de justificar al poeta trágico; seguimos en la interpretación de una apariencia, la del lenguaje (corporal, visual, de los sonidos) y creyendo en la conceptibilidad inmaterial como noúmeno dicididor de ese enigma que parece ser, también como apariencia, la voluntad; el concepto es un contenido de sentido con identidad simbólica, ya desde Aristóteles, aunque Nietzsche lo veía como un engaño que hace la voluntad.
En las Investigaciones, Wittgenstein niega que haya un pensamiento independiente del lenguaje; nuestros procesos bio-mentales no son prioritarios a su expresión lingüística; considera que el lenguaje es compartido. El significado, se explique como se explique, es algo con una validez intersubjetiva. Explicar el significado consiste en explicar cómo utilizamos las expresiones de los contextos en los que esas expresiones adquieren un determinado “valor”; es una propuesta pragmática que participa de la comunidad lingüística. Los filósofos tradicionales, para él, arrancan de cuajo las palabras del contexto de sentido y pretenden, especulando acerca de ellas, extraer de ellas algún tipo de esencias profundas. Sin embargo, hay una praxis fenomenológica del lenguaje de la obra (musical, dramática, de la naturaleza) autónoma pero no libre, que es la de una teleología esquemática sin concepto, la del sentido en vistas de sí – mismo, “finalidad sin fin” de Kant, o el sí-mismo de Nietzsche en Así habló Zaratustra. Hay una masa fenomenológica en ese lenguaje, que no lengua, con la que por ejemplo somos excitados al ver el drama, que nos desborda pero que no nos impide formar sentido simbólico, pero que no puede ser una instancia extraña interventora inmaterial o mentalista metafísica.
En esa masa, insconscientemente, y quizás cecular, y provocado por la obra de arte, hacemos un acorde de Wesen, “esencias”, “vivencias”, si se quiere, formales de lenguaje entretejiendo algo que pertenece al inconsciente fenomenológico histórico, donde se da la estética sin conceptos al estilo kantiano, el fondo al que volvemos cuando recibimos una obra de arte, una pura aisthesis celular, la voluntad: Wesen salvajes de mundo fuera de lenguaje hojeadas según Wesen formales de lenguaje. Aisthesis que se puede explicar cómo funciona biológicamente o qué provoca, claro, pero no qué nos quiere decir o dejar entrever, al menos de forma instantánea. Ahí se entiende el pensamiento como sentido en acto de constituirse, en un “componer” del poeta mediante, irremediablemente, la lengua. Se trata del desanclaje fenomenológico de los signos en vistas de los “signos” fenomenológicos, jirones de sentido, cuyo carácter es negativo, inidentificables en el fluir de la formación de sentido, y que da pie a la interpretación, aislada por la reflexión en un momento estético, para no caer en la ilusión trascendental o simulacro ontológico de creer que la lengua pudiera en adelante decir todo con sus signos y reglas de uso. Por tanto hay en esa poesía, en escena, lo que se podría llamar, una “expresión lingüística”, aunque con rasgos de materialismo mitológico, pero que toma estatuto en la idea de symploké de los signos: entretejimiento de éstos en unos “signos” fenomenológicos nunca dados, y cuya constitución se lleva a cabo mediante una articulación esquemática de Wesen formales a Wesen formales de lenguaje; en esto consiste el ritmo de la poesía. Hay unas atracciones de sentido en ese juego de esas “esencias” salvajes de mundo fuera de lenguaje. El sentido se sedimenta en una articulación esquemática, pero fáctica, cuyo testigo son las relaciones formales de la lengua que se emplea. Llegamos así a la necesidad de mantener la siguiente hipótesis: la de la apariencia de ser y estar sin origen del lenguaje que interpreta la misma voluntad para accionar-se, en un problema intratable. ¿En qué consiste esa apariencia? Es como si el “todo” indeterminable e infinito de su masa fenomenológica se estabilizara, implosionando identitariamente, de golpe, en los signos y reglas de la institución simbólica de la lengua o de nuestro cuerpo mismo. La Armonía es el resultado de todo este juego, el simbolismo del mundo, su simulacro. Los signos no tienen estatuto ontológico, por eso no son materiales. Pero el principio inmaterial aquí no existe, puesto que hablamos de una apariencia, y cuando llegamos a pensar mediante una cadena de conceptos ya lo hacemos materialmente sin algo preconcebido; por eso la conciencia siempre es material, aunque sea religiosa. Decir que podamos llegar a los conceptos mediante un principio inmaterial de vida, por ejemplo, es como creer que las imágenes que vemos en tv son producidas por un ente extraño fuera de la memoria.